Enamórate de un tuitero -o tuitera-, pero no de cualquiera.

Intentaré poneros en situación ayudada por la metáfora, así que hablaré de Twitter y os haré una confesión: no me llevo bien con él, tenemos una relación amor-odio de manual. ¡Sí, así es! Twitter me viene grande, o quizá sea todo lo contrario: yo no quepo en él. Lo intento, de veras que lo intento,  lo he intentado y probablemente lo seguiré intentando, pero sinceramente: me cuesta. Reconozco que soy yo la que tiene el problema, en este caso es el medio el que no me sirve (o yo no sirvo al medio), por lo tanto, me quedo fuera. Hablo de mí porque me es más fácil, pero a muchos nos ocurre y no sólo en Twitter. ¿Cuántos de vosotros estáis en Twitter sin participar, siendo sólo “scrolladores de fondo”? La mayoría. Yo soy una experta “scrolladora de fondo”, de ahí que mi número de favs supere con creces al de mis tweets, como en la mayoría de vuestros casos. Pero ahí sigo, ahí seguimos, porque tan así es que siempre algo interesante y diferente encontramos, o porque quizá queramos estar ahí por algún otro motivo. En cualquier caso, Twitter es una fábrica de audiencias, un espacio donde el Trending Topic del momento puede generar miles de tweets con –por desgracia- no demasiadas variantes. Aun así, nosotros elegimos: hacemos RT y damos fav a todo aquello con lo que nos sentimos identificados, y así et voilà: hay ganador de la mañana. O de la tarde. O del medio día. Pero ahora pregunto ¿cuántos de vosotros supera la barrera del “scroll de fondo”? ¿Cuántos sigue a alguien con quien no comparte la mayoría de sus opiniones? Eso no nos sirve, ¿verdad? Simplemente molesta. ¿Cuántos de vosotros interactúa con completos desconocidos? Es más, ¿quién quiere interactuar con un desconocido si ya lo puedo hacer con mis amigos? Claro, mis amigos, los que tienen mis mismos gustos, conocemos los mismos chistes, vamos a los mismos sitios de cervezas y vemos las mismas películas de zombies y tiros.

 

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«Pierrot Le Fou», Jean-Luc Godard, 1965

Leía en The Atlanthic que los periódicos y revistas digitales, desde que incluyen herramientas de medición de audiencias pueden saber con exactitud qué artículos son los más leídos, si son leídos al completo o solamente son leídos a medias, el tiempo que una misma persona permanece en cierta sección o qué clase de suerte, aciertos o infortunios, corre un titular. Con los resultados obtenidos con estos pluggins se pone de manifiesto que la realidad es diametralmente opuesta a los resultados que han ido recogiendo los sondeos realizados hasta el momento y que se obtenían al preguntar directamente a los lectores cuáles eran sus principales intereses o preferencias a la hora de leer noticias. Es decir, que frente a un testimonio público que prefiere y elige noticias nacionales y políticas en primer lugar, nos topamos con la realidad de que lo que en primer lugar nos interesa son las fotos y gifs de gatos. El artículo intenta dar una explicación psicológica a este hecho, al porqué preferimos unas a otras, diciendo que todo es debido a la dificultad que encontramos a la hora de enfrentarnos ante eventos que necesitan más atención de nuestra parte, y que lo que ya nos es familiar, por su propia estructura de familiar, nos hace “surfear” con más fluidez sobre la noticia en cuestión.

Aquí, así, tendremos en cuenta dos premisas importantes: la primera: si el distribuidor de noticias, la editorial, la empresa, conoce las verdaderas preferencias de sus lectores puede modificar el contenido de sus periódicos o revistas en función de estas por la mera supervivencia de dicho medio, cuestión que podría llevar al deterioro de la calidad informativa o de investigación que deben tener los mismos, ya que, como demuestran estos sondeos, la audiencia fluye mejor fuera de las “noticias complicadas”. Y la segunda: la muestra de estos datos revela que la sociedad, tan globalizadamente comprometida y henchida de orgullo por esto, podría no estar tan implicada en los acontecimientos relevantes de nuestra época, al menos, no tanto, en lo ajeno; aunque pudiera ser común, en su acepción de comunitario, y así que lo solucionen los demás o en la de cotidiano, que por habitual pueda ganar en intrascendencia. Una sociedad más pasiva que compasiva.

Y de nuevo me encuentro con algunos de mis temas más comunes: comunicación, mercantilismo de nuestra sociedad e Internet. Y así, me doy de bruces directamente con lo hoy quiero señalar y sobre lo que tengo que quejarme: siempre hablamos de lo mismo.

Lógico es que ayer todos hablásemos de Felipe VI o que el día anterior nos pronunciásemos sobre la selección española: son temas que nos unen, como nos une la meteorología y un “he escuchado que mañana lloverá”;  temas que nos unen a todos porque todos, de algún modo u otro, tenemos una opinión que dar o algo que decir. Sin embargo, cada uno de nosotros tiene un interés especial en ciertos temas -supongo que por gustos o inquietudes personales- que ocupan bastante de nuestro tiempo y que no con cualquiera podríamos tratar. Por otra parte, es cierto que cuando un tema nos interesa o nos preocupa acabamos encontrando “señales” hasta en los escaparates de los chinos, pero sin ser mi obsesión de tal envergadura compruebo cómo algunos temas inundan conversaciones, revistas y hasta tweets sin que ninguna de estas exposiciones aborde el tema de manera especial o diferente, o más bien, sin que ninguna me aporte nada nuevo. Mi suerte es que encuentro textos que expresan magistralmente bien –y envidiablemente bien también- mis propias ideas, textos con los que consigo homologación de las mismas de mano de personas o personajes que tienen mi mayor respeto. Pero es una suerte que no sólo me alegra, sino que empieza a preocuparme.
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Anna Karina y Jean-Paul Belmondo

Y me preocupa por algo fundamental, y es que en medio de este mar de “homologación” de ideas y en este maremoto de sentencias firmes que sólo cambian de significado gracias a alguna voz discordante o que señala otros puntos a tener en cuenta, algo se nos escapa mientras nos damos palmaditas en las espaldas y nuestros egos quedan atiborrados. ¿Hasta qué punto una sociedad vaga, tanto imprecisa como indolente, influye en los contenidos de nuestros medios -tradicionales o nuevos- de conocimiento o información? Más concretamente ¿están en España estos medios y sus colaboradores tan sometidos a las modas imperantes como para no publicar trabajos más profundos o novedosos? ¿o es que de tanto “hablar” ya está dicho todo? Doy por hecho que la moda manda, y doy por hecho que al servicio de ella están todas las empresas que quieran sobrevivir en el mercado; pero también doy por hecho que existen trabajos merecedores de ser publicados y que por poca demanda no tienen ese espacio para ellos; y por supuesto, no todo está dicho. Afortunadamente hay quien encuentra hueco, y además bien grande, en esta abarrotería “ilustrada” siendo todo lo que no son la mayoría, quien siempre aporta una visión diferente, y quien va más allá de lo que la demanda mande. Simplemente es porque este alguien es bueno, es bueno en lo que hace, y probablemente sea alguien que marque el paso y no quien siga el paso marcado.

Puede –lo sé- que esté mezclando conceptos, que esté hablando de cosas diferentes desde un mismo eje, pero es que tanto el afán de reconocimiento de autores y medios, como el de reconocimiento de ideas paralelas y familiares de los que no nos dedicamos a ello en ellos, y también, la felicidad embriagadora de este reconocimiento que Internet ofrece para esta sociedad global pero necesitada de acervo, nos empuja dolorosamente, en cierto modo, a igualarnos pero a la baja. No sé si es cuestión de carácter cultural, humano, simplemente una moda, o a qué será debido, pero tenemos para una sociedad que quiere leer novelas de amor, autores de Cincuenta sombras de Grey, y para estos autores, una sociedad que no ha leído a Nabokov.

Termino con más metáforas y un consejo: parece ser que es sólo por amor por lo único que a veces se mueve el mundo, así que enamórate de un tuitero interesante, verás como intentas romper la barrera del scroll  de fondo y aunque nada llegue a más que un deseo o una ensoñación, al menos, aprenderás cosas nuevas.

Simplemente no le gustas

Siempre se ha dicho que las mujeres somos malas para las mujeres, pero no estando tan segura de eso, de lo que sí estoy segura es de que somos malas para nosotras mismas. Porque qué queréis que os diga, confundir la amabilidad que él nos muestra con deseo apasionada por nuestros huesos no es muy sano que digamos. Obviando que puede ser debido a una tara mental, emocional o de cualquier tipo -porque estoy convencida de que a alguna tara se debe- las mujeres tendemos a interpretar las señales de los hombres de una manera completamente opuesta a cómo las interpretan ellos. Más bien sería así: un hombre nunca se percatará de las señales que les enviamos y una mujer inventará las señales que no se envían. Mientras ya hablé algo al respecto de lo primero aquí, hoy me dedicaré a lo segundo.

No sé si habréis visto la película Qué les pasa a los hombres (He’s Just No Into You, 2009), una comedia romántica típica pero divertida y muy recomendable para toda mujer emocionalmente inestable (no sólo para la treintañera), o mejor dicho, emocionalmente herida por sí misma.Esta película comienza con el video que os dejo, escena plenamente sintomática de nuestra condición humana del género femenino. Y quien diga lo contrario, miente. La película, más allá de darme inspiración para este post cuenta la historia de cuatro mujeres y sus respectivas historias amorosas. Una de ellas es una chica encantadora medio mona o del montón, quizá atractiva a su manera, simpática, habladora y optimista, que suspira ante cualquier señal imaginada o imaginable de sus “aspirantes” a novio. Es decir, la mujer a la que le pasan cosas parecidas a las que le ocurren a la mujer de la que hablo hoy: mujer soltera, de edad “sin importancia”, guapa a su manera, pero guapa (siempre pienso que los seres humanos somos cada vez más guapos, las nuevas generaciones son casi todos guapos. Y por ese casi, casi no hay mujeres feas últimamente; no sé si es que me estoy haciendo mayor) probablemente trabajadora, divertida y con aficiones, sin necesidad de nadie, pero que ha conocido a alguien.

Resulta que conoces a ese alguien, hay algo en él que te atrae, no estás segura de qué es, puede que sea cómo habla, de lo que habla, sus manos, sus ojos, o su boca; quizá sea que es muy inteligente y parece seguro de sí mismo, o quizá sea porque te hace sonreír como una boba cada vez que lo ves. Nunca se sabe el motivo, puede que precisamente te guste por eso, porque no lo hay. En definitiva, da lo mismo, el caso es que te gusta, y además ¡cuánto te gusta! De momento no hay mucha relación, simple intercambio de palabras, a lo mejor habéis compartido una copa en un bar con un grupo de amigos o te lo cruzas en el office por las mañanas, o quizá sea tu coach personal y vuestra relación no pase de ser por trabajo. Pero lo que importa de verdad es que a él también le gustas tú. ¡Qué alegría! Tú lo sientes, cómo te mira, cómo te saluda, ayer casi te rozó sin querer, ¡guau, lo tienes a tus pies! Y además, tu amiga es testigo leal y se ha dado cuenta.

“¡Cómo te mira Alberto, ¿eh? Si es que se le nota, no te quita ojo!” te dice ella ejerciendo de Celestina fiel; “En la reunión, Bernardo ha dicho que tenía novia; seguro que es para que sepas que está disponible para ti. ¡Estoy segura!” dice tu amiga de nuevo ejerciendo su función de alcahueta gentil. “He leído lo que ha escrito hoy Fernando sobre las relaciones de pareja, y es que hace alusión total a eso que decías tú el otro día, ¡pareces su musa!” Esto es posible que ni te lo haya dicho tu amiga, simplemente tú solita has llegado a esa conclusión. Pero no, amigas, la realidad es que es más probable que Alberto tenga un problema de miopía, que Bernardo siga colgado de su ex y que Fernando esté conociendo a otra, a todas esas cosas que nosotras percibimos y llegamos a aferrarnos con tanta indulgencia. Tu amiga no tiene la culpa, tú has hecho lo mismo con ella; el problema aquí es una misma, que antes de que tu amiga te lo diga tú ya habías inventado mil historias más y sabías de qué color sería vuestra vajilla, las estanterías de libros que tendrías en el hall y el nombre de vuestra mascota.

Y sinceramente, no entiendo la necesidad. Aunque por otro lado, no puedo negar que sea una verdad incuestionable el hecho de que a todas nos ha ocurrido alguna vez. En la película le dicen a la chica algo así como que se ha empeñado en ser la excepción, pero que ella es la regla. Y la regla es, fundamentalmente, que si a un hombre no le interesas no sabrás nada más de él, pero si le interesas también te darás cuenta: se pasará por tu casa y se hará el encontradizo, te llamará o escribirá con mil excusas o sin ninguna de ellas, querrá conocer a tus amigos y no podrá apartar los ojos de ti. Porque para un hombre, en su sano juicio, y si está loco por ti, no habrá nada que se interponga en su camino. Así que lo primero sería aceptar que eres la regla, y aceptar que sus acciones sólo dicen lo que dicen: no está loco por ti. Seguro que superar esta verdad te hará sufrir y te sacará alguna lágrima, pero en el fondo creo que es liberador, además de ahorrarte mucho tiempo ofreciendo el tuyo por migajas del otro. Por otro lado, piensa que cuando algo es de verdad es siempre mucho más sencillo y no hay que interpretar nada, o al menos, no todo. Sin embargo, el problema que tenemos muchas de nosotras es que ya estamos cansadas de actuar, de dejarnos llevar por las ganas y por el miedo, e inexorablemente y en contra de todo pronóstico y raciocinio lo que más nos cuesta es no hacer nada. Como hoy a mí, al escribir esto.

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Sienna Miller es Nikki en Alfie, otra comedia romántica divertida y propia para la ocasión

Así que esta frase de la película va para todas: “No desperdicies tu tiempo entregando tu corazón a cualquier hombre que te haga romperte la cabeza pensando en lo que siente realmente por ti”.

Y esta me la dedico a mí: “Decidí que, a partir de aquel día dejaría de pasarme horas y horas esperando a que sonara el teléfono, horas y horas obsesionándome con él, horas y horas deseando que sus mensajes contradictorios significaran, en el fondo, ‘estoy enamorado de ti y quiero estar contigo”

Combustionar como forma de vida

La ineptitud que muestras ante una persona es directamente proporcional a la admiración que sientes por ella.

Esta es una ley no escrita que todos entendemos si recurrimos a la memoria y repasamos nuestros encuentros con la persona que nos gusta: risa floja, repetición de palabras sin sentido, olvidar datos importantes, como por ejemplo el motivo por el cual has ido a buscarla,  más risa floja, silencios, toda elocuencia perdida; vamos, todo un desastre . Y luego, intentando remediar lo irremediable,  queremos solucionar esa mala impresión desde el escudo de protección que nos ofrecen los móviles y ordenadores, en las redes sociales por si nos lee o escribiéndole un mensaje de lo menos espontáneo para remediar nuestro encuentro fatal. ¡Todo un alarde de valentía!

Hoy he encontrado por Twitter a alguien que se mostraba ante mí de ese modo, supongo que en esa ocasión era a él al que le gustaba yo y a mí no me gustaba ni un poco. Para mi sorpresa tiene unos muchos de miles de followers y en su biografía añade títulos de lo más pomposos y -para mí- ridículos. Ahora que lo pienso, en mi currículo amoroso podría constar hoy un «TuitStaR», ¡qué triste! Es como esa escena de La grande belleza donde el protagonista pregunta a la mujer que ha conquistado a qué se dedica y ella le contesta «soy rica», pues en este caso igual: «soy TuitStar», sólo que con esto último el dinero brilla por su ausencia, o al menos, no sólo por eso se tiene. Sin embargo, tanto igual es para la rica serlo, como para el TuitStar serlo, ambos son lo que son y lo que sus respectivas vidas le permiten decir lo que son. Es más, si lo pensamos bien, hoy por hoy somos mucho más lo que decimos que somos que en ningún otro momento de la historia de la humanidad.

Mary Pickford en The Poor Little Rich Girl , 1917

La era virtual, Internet, las redes sociales, es un tema recurrente en mi blog, tema que me apasiona tanto como -a veces- me espanta, y es debido a ese tema que el ser humano se enfrenta de una manera nueva al eterno «ser o no ser» shakespeariano que muta al «ser o parecer». Porque en todo espacio virtual está operando un -o un yo– que se desvía de un -o un yo– real, es decir, que en el espacio virtual somos unos y fuera somos otros; o dicho de otro modo: parecemos lo que no somos. Al menos, a priori.

Si Facebook es el nuevo patio de vecinos, donde el «corre ve y dile» viene de la mano de tus propias publicaciones («mirad lo que hago, lo feliz que soy, lo triste que me encuentro, lo mucho que me importa el Amazonas»), Twitter es «la fiesta a la que no he sido invitado» y necesito hacer amigos que me tomen por invitado. Pero aunque tanto uno como otro son prolongaciones de la vida no-virtual, en estos espacios se prostituye mucho más nuestro propio ser real, no sólo por reputación, sino por autoestima: cuantos más likes, favs, seguidores y enlaces compartidos, mucho mejor. Y claro, la subida de ego engancha y el ser espontaneo, como la combustión, es todo un mito.

Ahora bien, todo esto se desmonta si pensamos y lo vemos desde otro punto de vista: no es que no seamos lo que parecemos, sino que de tanto «parecer» se nos está olvidando «ser». ¿Muy filosófico? Os explico, es fácil. Internet y sobre todo las redes sociales son tildadas constantemente de su inmediatez y la pronta caducidad de cualquier comunicación, la hiperconectividad de personas que se encuentran en diferentes lugares del globo terráqueo o lo obsoleto de lo nuevo por lo más nuevo en cuestión de segundos, esto hace que el contacto con los demás internautas sea, como decía, de tal inmediatez que es casi como a un cara a cara. Pero en el casi está la diferencia. Esta comunicación cuenta con el mejor de los escudos protectores del mundo: nadie me ve. Y cuando nadie te ve es cierto que eres más tú -o más yo- pero también tienes más tiempo y recursos para que tu respuesta esté más preparada y tu disclamer sea casi una oda al mar azul añil y cobalto al atardecer en primavera. Y así parecer es mucho más en ti -o en mí- que ser, puesto que esta nueva forma de comunicación nos puede agudizar los sentidos para ello, pero nos los merma en el cara a cara. Estoy segura de que si en cualquier encuentro fatal de los que os hablaba antes fuera normal saludarnos por whatsapp, más de uno hubiera evitado el mal trago y los sudores.

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Dicho esto me doy cuenta de que el reclamo no va tanto para vosotros, para todos,  como para mí misma. Estoy cansada de tanto parecer, de tanta histeria ante lo inesperado y de tanto whatsapp con un «¿te puedo llamar ahora?» en vez de que te llamen sin previo aviso. Cansada de un e-mail con malas excusas para un simple contacto por echar de menos o tener ganas. Y cansada de tener ganas de no tener ganas. Por eso este post se llama «Combustionar como forma de vida», que lo espontáneo se nos está olvidando demasiado y la ineptitud que pueda mostrar ante alguien se nos haga de lo más apetecible.

Del uso de la lengua depende la procreación

Me acordaré siempre de la mejor no-cita que me han contado jamás. Una de mis amigas más queridas me contaba hace muchos (“muchos”, ay) años que por fin había quedado con ese que tanto le gustaba; él era –creo recordar- un amigo de su hermano mayor y ella suspiraba por él desde que lo conoció en cada cambio de clase, en cada recreo y en cada conversación telefónica después del colegio (no teníamos suficiente con haber pasado toda la mañana juntas, claro). El caso es que llegó el esperado día, él la recogería en coche a unos metros de la puerta de su casa. Ella preciosa, oliendo a CK One y con su bolso nuevo se sube al coche de su enamorado, se dan dos besos y avanzan. Él le comenta que tiene que ir a cambiar una camiseta a una tienda que estaba a unos diez minutos así que se dirigieron hacia allí. Pero no fueron necesarios más de cinco minutos juntos para que ella se diera cuenta de algo: ¡llevaba calcetines blancos! Y con ellos el final de la historia de amor. Hoy en día puede que los calcetines blancos se acepten para según qué vestimenta, y aun así es de lo más arriesgado, pero por entonces ya no los llevaba ni Michael Jackson, era el horror de los horrores. Así que ella, decidida como es, le ordenó que detuviera el coche enseguida, ella se bajaba de allí sin pensarlo: ¡Vade retro, calcetines blancos! Y eso hizo, dejar plantado a su suspirado amor en mitad de una calle transitada y con la puerta del coche abierta. Como veis, diez minutos en coche y sobre todo para mi amiga dan para mucho, tanto como para desenamorarse.

Visto así, y aunque no de forma tan radical como mi amiga, en esa época la procreación de la humanidad dependía de los calcetines blancos: ninguna volvía a quedar con quien hubiera aparecido con ellos en una primera cita, y aunque sea banalizar, ironizar o caricaturizar demasiado la realidad, como decía, el futuro de la especie dependía de ello. Ahora que no tenemos esos dulces, tiernos y exigentes años de nuestra segunda década vital ni nuestras conquistas usan esos níveos calcetines –gracias- ¿cuál es el motivo “absurdo” del que dependería la procreación? Pues como diría Hadley Freeman, columnista de The Guardian, dependería de la gramática.

 tumblr_n2oieqcjgG1rhry8jo4_500La artista ucraniana Nastya Nudnik reinterpreta la historia de la pintura a partir del papel que juega Internet en nuestras vidas.
¡No os lo perdáis!

Hace unos días, Freeman contaba en su columna que había sido invitada como jurado a los premios de la Mala Gramática, premios que se otorgan a un mal uso del lenguaje empleado en cualquier medio de difusión público y que trata de corregir estos errores mediante la puesta en evidencia del que yerra. La crítica en esta ocasión fue grave y general, donde la mayoría de las mismas se centraban en dos aspectos: el primero era que todo el mundo se equivoca y que lo esencial es entender lo que se quiere decir, la comprensión final del texto o el mensaje y no tanto la expresión gramatical de los mismos; el segundo, mucho más ácido, hacía alusión a que todos los miembros del jurado, académicos de las letras y estudiosos de las mismas en su mayoría, lo único que hacían era una misantropía elitista, inventando normas lingüísticas para lograr ridiculizar al que se equivoca y que parecían la policía de las letras y el lenguaje, pues no dejaban pasar ni una. Pero es que, como también dice ella, los que no pasamos ni una somos la mayoría de nosotros, tanto igual como cuando no pasábamos el error-horror de los calcetines blancos.

El artículo del que os hablo lleva como título Humanity’s future depends upon good grammar (El futuro de la humanidad depende de la buena gramática) haciendo alusión a una anécdota que narra la propia autora sobre el “despiadado mundo de las citas por Internet”. Dicha anécdota pasa por contar que conoce a gente que ha decidido anular una cita al descubrir una falta de ortografía o mala expresión gramatical en una biografía o en un intercambio de mensajes cotidiano con un pretendido conquistador y que eso, el simple hecho del descarte por imperfecciones o taras en el producto, es signo del carácter humano de supervivencia darwinista: si antes el calcetinesblancos no era digno de perpetuación, hoy el que peligra es el que no emplea bien el lenguaje, lenguaje escrito en esta era ciberespacial, era más escrita que nunca, pero a fin de cuentas, del uso del lenguaje en todos sus modos. Pues a alguien que no sepa expresarse oralmente de forma adecuada también se le fulmina en cuestión de segundos aunque a primera vista ya lo hubieras imaginado como el futuro padre de tus hijos.

Prueba de mi animadversión al mal uso del español es la que dejo en mi muro de Facebook en ocasiones y que destapa ante mis amigos mi conocida fobia -y la de otros muchos- hacia el espantoso uso de nuestra lengua. Para ejemplos, estos dos:

1) Amemos el castellano un poquito más (I):
Alguien me está contando lo que ha hecho, por ejemplo, esta Semana Santa y concluye con «y más nada». «Y más nada», ¡¿»Y más nada»?! Ay, que no se si van a seguir con algún pasaje bíblico, me van a cantar un bolero o es que acaban de salir de una telenovela venezolana.
Señores, lo correcto es «y nada más», por muy romántico que os suene, o hacéis poesía y romanceros o queda prohibido por mala gramática en España hasta en el uso coloquial de la expresión.

2) Amemos el castellano un poquito más (II):
Cada vez que me dicen «el sr. Martínez/ la sra. Roselló (o la persona en cuestión por la que pregunto) no está, está reunido/a», no quepo en mi de gozo al saber que el susodicho/a tiene sus brazos, piernas, orejas, cabeza, órganos vitales, y demás «trozos» de su ser en uno solo. ¡Qué alivio!
¡Señores, por favor! Reunidos están los juegos y no las personas, estas están reunidas con alguien más. Nunca uno se reúne consigo mismo o en sí mismo, así todo apelotonado.

pintura009¿¡Comunicación!?,  Gamero Gil

Ya sé, citarse a uno mismo tampoco es correcto, pero no todos los lectores de este blog tienen acceso a mi muro, así que lo he hecho por pura necesidad. Disculpen. Pero para seguir citando lo haré ahora con mi antiguo profesor de Filosofía del Derecho, José Calvo. Él también ha sido invitado recientemente como jurado, en esta ocasión se le citaba para deliberar en un torneo de debate en el que participaban alumnos de Universidades de Málaga, Granada y Córdoba. Él mismo me contó hace unos días en qué consistía el encuentro o, al menos, en qué debía consistir, dado que aun no se había producido. La iniciativa prometía ser mucho mejor de lo que finalmente fue, y se encontró ante unos equipos de debate donde la Retorica brillaba por su ausencia, donde el discurso empleado, redundante y pomposo, dejaba en segundo plano el fondo de las cuestiones a debatir, en sus propias palabras: “la elocuencia ‘mató’ la retórica”. José Calvo titula su artículo ¡Qué pico de oro! ¿Eso es debatir?, y sinceramente, aunque lo que allí encontró fue probablemente decepcionante, me ha sido ilustrador a la par que entretenido leerlo; si ya el título es divertido, el tono en el que lo narra lo es más. En sus clases siempre intentó transmitirnos la importancia de saber emplear el discurso y la argumentación, no sólo para el estudiante de Derecho y futuros juristas, sino la importancia que tiene saber expresar lo que se cuenta con orden práctico y al servicio de hacernos entender en todos los ámbitos de las relaciones humanas, pues la palabra y el lenguaje, además de hacernos seres comunicadores de información, son los que hacen posible estructurar nuestros pensamientos. Así pues, si no los usamos adecuadamente pensaremos peor que el que sí emplea bien esta herramienta de supervivencia.

Si creemos y deseamos un futuro para nuestra especie cuidemos nuestra lengua, que no sólo de los besos pervive el hombre.

Aquí nadie arriesga y nadie pierde: del personismo al "comodismo"

Los días de vacaciones prestan a todo ser humano la oportunidad de rendirse al dolce far niente, o literalmente hablando, rendirse al placer de no hacer nada. Niente – Nada, algo que para mí se presenta impensable si lo tomamos al pie de la letra, repito: a no hacer absolutamente nada. Este placer -de ser posible- es, como todos, momentáneo, además de ser el único “placer” que no incluye un fin en sí mismo, sin embargo siempre te lleva al mismo lugar: ¡no aguanto más sin hacer nada!, ¡no puedo más conmigo misma (o mismo)! Un “placer” complicado y muy poco cool, al que muchos más que menos abrazan cual religión. Un “placer” al que realmente no se le puede llamar placer.
A lo que llaman en Italia dolce far niente es a la holgazanería refinada, holgazanería a la que esta enferma autocompasión del  “estoy siempre ocupado” que tanto yo como muchos llevamos de mochila, la deja sin tregua. Por eso viene bien un poco de no hacer nada, aunque a fin de cuentas, se quede sólo en el intento. Y digo en el intento porque es realmente complicado no hacer nada, como poco piensas, y eso en sí ya es hacer algo. Aunque esto, como decía antes, es tomarlo tan literalmente que es per se imposible. El dolce far niente al que me refiero es al placer de no tener que mirar el reloj mientras lees, pasas el tiempo con amigos, escuchas música, vas al cine (y lo que surja) o haces deporte. Al placer de dedicarte tiempo a ti mismo, a lo inesperado y al descanso merecido. La recompensa entonces en obvia y la finalidad de este placer se hace presente.

En mi última entrada hablaba de los besos, pero sobre todo hablaba de querer lo que no tenemos, lo que nos falta. A un amigo, en esa entrada, lo que le faltó fue emoción, pues para él los besos son eso: emociones. Le contesté que para hablar del beso en ese plano mi post tendría que haber versado un poco más sobre sexualidad, pero compruebo que mi respuesta estuvo equivocada y su apunte de lo más acertado. Placer, emoción, recompensa, reconocimiento, de nuevo placer, de nuevo emoción, admiración, unos 5Kb de seguidores o followers, de nuevo más placer y de nuevo más emoción. ¿Quién no persigue hoy en día el placer? O mejor aun: ¿quién no persigue provocar tanto interés como para generar emoción y recoger el placer que eso produce como beneficio? En estos días de mi propio dolce far niente he terminado el libro Tú y yo, objetos de lujo. El personismo:la primera revolución cultural del siglo XXI1  de Vicente Verdú, este libro es de 2005 y creo, es sólo mi impresión, que aunque el autor acierta contundentemente en toda su presentación sobre nuestra sociedad de “capitalismo de ficción” se olvida de algo, o puede que no se olvidara para ese 2005 pero sí lo echo en falta en este 2014.

Vicente Verdú distingue entre capitalismo de consumo y capitalismo de ficción, el primero, previo al segundo, es un sistema donde el consumidor, que  originariamente encontraba en el objeto de consumo una herramienta para facilitar el trabajo y sus labores, encuentra con posterioridad en el mismo una satisfacción exhibicionista por una obsesiva costumbre del sobreabastecimiento de lo inútil y material, de ahí que el leimotiv de este capitalismo sea consumir cuanto más mejor y su slogan pudiera ser algo parecido a  “Ten el coche más caro de tu vecindario”. El segundo, el capitalismo de ficción, lo adjetiva y describe de una manera mucho menos censurable. Aquí, el consumidor harto de recolectar banalidad y ser engañado por todos, desde los publicistas hasta el gobierno, se ha preocupado por saber qué compra, qué hotel elegir, dónde tendrá la mejor atención personalizada y cuál va a ser la mejor delicatessen para cenar esa noche. Este consumidor es un consumidor informado a través de la experiencia de otros consumidores, por ejemplo en foros de Internet, la persona que transmite su satisfacción o disgusto es más merecedora de ser creída que cualquier otro medio y el tendero, cual persona de confianza, viene a ser el mejor “recomendador”. Esto es así, explica, porque la influencia de la liberalización de la mujer ha hecho que la sociedad en su totalidad se feminice, todo se haga de forma más personal y la necesidad de encontrar o transmitir emoción en cualquier mercado sea el nuevo leimotiv del actual consumismo, un “cuanto mejor, mejor”,  y un slogan tal que «Mi coche es parte de mi; siempre y cuando a mí me lo parezca. Freedom«. A todo esto añade dos características importantes en cada tipo de consumidor: mientras que el consumidor del capitalismo de consumo es individualista, el del capitalismo de ficción es personista y la diferenciación entre ambos es el eje de su libro. El individuo busca su propia identidad por encima de lo colectivo, “la individualidad consiste en que nos ofrece tanta identidad como para hacerla un fastidio del que desearíamos desprendernos para ser de verdad libres”2 , algo que confundimos con la autenticidad y algo que nos ancla en lo estático, algo obsoleto dada la comprobada exigencia de reinvención de uno mismo para la supervivencia con la crisis de la modernidad. En contra, la persona, cree fielmente en que “nuestra vida desmerece si no se comparte o se conecta3 , la preocupación por los demás sujetos se hace palpable en ella y la vida deja de ser auténtica cuando nos preocupamos más en saber de las cosas que en el sabor de las mismas (muy románticos todos). Dicho esto, el autor envuelve este nuevo consumismo en halo de espiritualidad casi mística, presupone que el consumidor actual, ligado más a la emoción, no consume tanto con avidez como con deseo de placer, deseo de deleite, por ello ha abandonado la costumbre de leer prospectos y características de motores y se ha hecho fan de placebos con sabor a fresa o coches que prometen darte los buenos días, las buenas noches y un “¡qué aproveche!” si aparcas frente a un restaurante. Y no digo que no tenga razón, de hecho estoy plenamente de acuerdo con él, no obstante, como os decía, se olvida de algo: el riesgo.
El sexo racional ha sido siempre el del hombre y el emocional el de la mujer; de acuerdo. ¿Pero a cuál de los dos le corresponde la característica de tomar precaución o la de arriesgar? Si atendemos a las dos características principales, el hombre será más cauteloso y la mujer más impulsiva, podría decirse que donde el hombre se paraliza la mujer tiene más coraje. Entonces, ¿está nuestra sociedad tan feminizada como asegura Verdú o acaso la cautela masculina sigue presente? Como consumidores serviles hemos aprendido a pensar bajo las premisas de relación calidad-precio y la de coste-beneficio. Por supuesto, unos más que otros y no siempre en todos los aspectos de la vida, estos dos baremos mercantiles juegan un papel principal en nuestra forma de actuar, pues como consumidores, hemos aprendido a relacionarnos con los demás sin tener que arriesgar demasiado. El placer y la emoción con los que nos movemos son cada vez más parecidos al objeto del que se hacía recolector el consumidor del capitalismo de consumo, una emoción que ya no contempla a su anticristo: el dolor o el desengaño, una emoción que lejos de ser romántica es más práctica que nunca, una emoción que nos hace libres sin libertad auténtica. No es nuestra libertad, esa de la que ahora presumimos, más que un límite que no nos deja avanzar por el miedo al riesgo –sea real o no-  contemplado, una especie de libertad mal entendida, una libertad en la que la responsabilidad ha sido completamente abolida porque lo que se arriesga es sólo lo superfluo –al menos antes arriesgabas tu economía-, y lo superfluo, aunque sea lo que ahora nos mueve, no entraña responsabilidad alguna,  una libertad donde la comodidad se ha instalado y donde pierde su auténtico significado. Un dolce far niente imperecedero que embelesa, embriaga, y da placer, pero que nos niega la verdadera emoción de correr el riesgo y acertar, nos niega ser libres porque no tenemos que ser consecuentes y responsables, y nos niega cosas muy diferentes a la felicidad.
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1. Verdú, Vicente; Tú y yo objetos de lujo. El personismo: la primera revolución cultural del siglo XXI, 2005, Barcelona. 2ª ed. Debolsillo, junio 2011.
 2. Ibidem, p. 138
 3. Ibidem, p. 135