Combustionar como forma de vida

La ineptitud que muestras ante una persona es directamente proporcional a la admiración que sientes por ella.

Esta es una ley no escrita que todos entendemos si recurrimos a la memoria y repasamos nuestros encuentros con la persona que nos gusta: risa floja, repetición de palabras sin sentido, olvidar datos importantes, como por ejemplo el motivo por el cual has ido a buscarla,  más risa floja, silencios, toda elocuencia perdida; vamos, todo un desastre . Y luego, intentando remediar lo irremediable,  queremos solucionar esa mala impresión desde el escudo de protección que nos ofrecen los móviles y ordenadores, en las redes sociales por si nos lee o escribiéndole un mensaje de lo menos espontáneo para remediar nuestro encuentro fatal. ¡Todo un alarde de valentía!

Hoy he encontrado por Twitter a alguien que se mostraba ante mí de ese modo, supongo que en esa ocasión era a él al que le gustaba yo y a mí no me gustaba ni un poco. Para mi sorpresa tiene unos muchos de miles de followers y en su biografía añade títulos de lo más pomposos y -para mí- ridículos. Ahora que lo pienso, en mi currículo amoroso podría constar hoy un «TuitStaR», ¡qué triste! Es como esa escena de La grande belleza donde el protagonista pregunta a la mujer que ha conquistado a qué se dedica y ella le contesta «soy rica», pues en este caso igual: «soy TuitStar», sólo que con esto último el dinero brilla por su ausencia, o al menos, no sólo por eso se tiene. Sin embargo, tanto igual es para la rica serlo, como para el TuitStar serlo, ambos son lo que son y lo que sus respectivas vidas le permiten decir lo que son. Es más, si lo pensamos bien, hoy por hoy somos mucho más lo que decimos que somos que en ningún otro momento de la historia de la humanidad.

Mary Pickford en The Poor Little Rich Girl , 1917

La era virtual, Internet, las redes sociales, es un tema recurrente en mi blog, tema que me apasiona tanto como -a veces- me espanta, y es debido a ese tema que el ser humano se enfrenta de una manera nueva al eterno «ser o no ser» shakespeariano que muta al «ser o parecer». Porque en todo espacio virtual está operando un -o un yo– que se desvía de un -o un yo– real, es decir, que en el espacio virtual somos unos y fuera somos otros; o dicho de otro modo: parecemos lo que no somos. Al menos, a priori.

Si Facebook es el nuevo patio de vecinos, donde el «corre ve y dile» viene de la mano de tus propias publicaciones («mirad lo que hago, lo feliz que soy, lo triste que me encuentro, lo mucho que me importa el Amazonas»), Twitter es «la fiesta a la que no he sido invitado» y necesito hacer amigos que me tomen por invitado. Pero aunque tanto uno como otro son prolongaciones de la vida no-virtual, en estos espacios se prostituye mucho más nuestro propio ser real, no sólo por reputación, sino por autoestima: cuantos más likes, favs, seguidores y enlaces compartidos, mucho mejor. Y claro, la subida de ego engancha y el ser espontaneo, como la combustión, es todo un mito.

Ahora bien, todo esto se desmonta si pensamos y lo vemos desde otro punto de vista: no es que no seamos lo que parecemos, sino que de tanto «parecer» se nos está olvidando «ser». ¿Muy filosófico? Os explico, es fácil. Internet y sobre todo las redes sociales son tildadas constantemente de su inmediatez y la pronta caducidad de cualquier comunicación, la hiperconectividad de personas que se encuentran en diferentes lugares del globo terráqueo o lo obsoleto de lo nuevo por lo más nuevo en cuestión de segundos, esto hace que el contacto con los demás internautas sea, como decía, de tal inmediatez que es casi como a un cara a cara. Pero en el casi está la diferencia. Esta comunicación cuenta con el mejor de los escudos protectores del mundo: nadie me ve. Y cuando nadie te ve es cierto que eres más tú -o más yo- pero también tienes más tiempo y recursos para que tu respuesta esté más preparada y tu disclamer sea casi una oda al mar azul añil y cobalto al atardecer en primavera. Y así parecer es mucho más en ti -o en mí- que ser, puesto que esta nueva forma de comunicación nos puede agudizar los sentidos para ello, pero nos los merma en el cara a cara. Estoy segura de que si en cualquier encuentro fatal de los que os hablaba antes fuera normal saludarnos por whatsapp, más de uno hubiera evitado el mal trago y los sudores.

tumblr_lnypm5P9dB1qlaa6wo1_500

Dicho esto me doy cuenta de que el reclamo no va tanto para vosotros, para todos,  como para mí misma. Estoy cansada de tanto parecer, de tanta histeria ante lo inesperado y de tanto whatsapp con un «¿te puedo llamar ahora?» en vez de que te llamen sin previo aviso. Cansada de un e-mail con malas excusas para un simple contacto por echar de menos o tener ganas. Y cansada de tener ganas de no tener ganas. Por eso este post se llama «Combustionar como forma de vida», que lo espontáneo se nos está olvidando demasiado y la ineptitud que pueda mostrar ante alguien se nos haga de lo más apetecible.

Reductio ad absurdum

Es posible que echar de menos, sea a una persona, una situación o una cosa, sea una de las experiencias que todo ser humano ha experimentado alguna vez en su vida. Extrañar algo que nos “perteneció” y hoy en día ya no lo hace nos sumerge a todos en un estado melancólico, incluso en muchas ocasiones habrá quien diga que el pasado con eso que ya no tenemos fue mejor que el presente. Baste decir que sólo echamos de menos eso que quisiéramos seguir manteniendo en nuestras vidas, y que lo indeseable jamás pertenecerá a este tipo de sensaciones. Pero, ¿se puede echar de menos lo que nunca se ha tenido?
La imaginación juega un papel muy importante en esto, y es que tanto los recuerdos como nuestros deseos son sólo percepciones de la realidad, y cabe la posibilidad de que al ser justamente eso, percepciones, sean radicalmente erróneas. Este tipo de circunstancias se pueden dar por ejemplo desde echar de menos a la persona que te empezaba a despertar mariposas en el estómago pero ya no ves con asiduidad, por lo tanto echas de menos algo que más que una ilusión pudiera haber sido una alucinación. O bien, en la fuerte crítica hacia el uso de Internet para todo, como ocurrió hace unos días con la aparición de una app que está pensada para recordar a todo olvidadizo con pareja aniversarios, fechas señaladas, cumpleaños, y hasta el día del santo de su suegra. Aquí la crítica lo que echa de menos es el “esfuerzo” amoroso que los enamorados hacen para cumplir con motivo de estas fechas o acontecimientos y la cataloga directamente de ser algo “verdaderamente malo”, pues si necesita este tipo de app es porque no está lo suficientemente enamorado como para recordarlo y por lo tanto no es buena persona. Una crítica muy racional, ¿verdad?
Este tipo de crítica plenamente emocional, no puede ser válida para intentar demostrar que algo nuevo y que tiene un propósito de facilitar la convivencia de muchas personas, es malo o dañoso, pues está claro que no lo es y además,  en este caso concreto hay que señalar que siempre hemos recurrido a apuntes en calendarios para no tener que sufrir ningún tipo de reprimenda conyugal. La necesidad de una argumentación racional para tal propósito es lo fundamental en estos casos. Pero esto es Internet y es lo que aquí ocurre.
Internet ha provocado que la gente eche de menos muchas cosas y que una especie de culpa penda sobre nuestras cabezas por llevar a la sociedad a la completa “desocialización”. Por todas partes podemos ver viñetas, comerciales, folletos, que nos invitan a dejar de estar constantemente “conectados” y a que intentemos mantener nuestras relaciones como veníamos haciendo antes de las nuevas tecnologías de “hiperlink”. El rasero de la crítica social tiene, en mi opinión, una importante tara, pues juzgan más por los fracasos que por los logros y deseos de mejorar, y juzgan más por las herramientas y no lo que se puede lograr con ellas. Y  juzgar es algo que debe hacerse con sumo cuidado, y ante todo con empatía, no puede ser que todo el mundo sea un monstruo para otra persona.
No sé hasta qué punto estaremos en peligro o no, pero sí tengo claro que es por este tipo de cosas que veo necesario hacerse con tres herramientas esenciales para la vida: sentido del humor, perspectiva y una piel muy gruesa.

Te digo la verdad si te digo que te estoy mintiendo

Que todos mentimos es una de las grandes verdades de nuestra existencia; es más, es una verdad que se hace más verdad al aseverar también con el mismo convencimiento que todos nos hemos jactado en alguna ocasión que somos paladines de la verdad y que “siempre vamos con la verdad por delante”. ¿O me equivoco mucho?Mentir se ha hecho un ejercicio, y hay quien lo práctica como hobby y hay quien ya lo practica casi profesionalmente, pero sea como sea, y aunque con diferentes matices, todos somos embusteros. La mentira, si se piensa bien, es una herramienta evolutiva, pues en muchas ocasiones es sólo a través de ella que logramos ciertas conquistas y sólo a través de ellas se apaciguan muchas almas. También es la mentira una herramienta de evasión, por ejemplo, cuando se usa para ocultar taras propias; nadie te las recordará si las desconocen y tú puedes vivir durante un tiempo sin estar pendiente de ellas. Y por supuesto, están las mentiras piadosas, entre amigos y familiares, las mentiras usadas para no discutir o incluso las mentiras para complacer. En definitiva, mentimos en muchas ocasiones y por muy diferentes motivos.

 

Una mentira muy típica, como típico es comentarlo, es el consabido “a ver si te llamo esta semana y nos tomamos algo”, pero al fin y al cabo, esta, es una mentira casi institucionalizada y aceptada como tal: nadie espera llamar ni ser llamado para tomarse nada. La diferencia está, en la mayoría de los casos, cuando ese tipo de propuestas o invitaciones vienen de una persona que nos interesa y que para ti ha mostrado interés. Recuerdo cuando antes sólo revisabas la bandeja de entrada de SMS una y otra vez, una y otra vez, con una total preocupación –y casi convicción- por si el tan ansiado SMS estaba perdido en alguna órbita o dimensión desconocida o había una especie de piquete ciberespacial que le impedía su misión. Por entonces, con tal tesis apoyando tu iniciativa, enviabas un mensaje: “Hola, no sé si habrás escrito, pero como dijiste que lo harías para quedar…y no he recibido nada. Pues eso, ¿qué tal te va?”  Como apunta Xisela López en “Volverán las naranjas”, un libro que cuenta una historia de amor a través de la lectura de los SMS de un móvil perdido y encontrado después de un tiempo, los SMS eran muchísimo más pensados que cualquier mensaje actual. Antes, el primer medio de comunicación instantánea que nos brindaba cierta seguridad y protección por el hecho de no estar cara a cara y no precisar una respuesta irreflexiva por reacción a una sorpresa, el llamado SMS, costaba dinero y había que pensar muy bien qué decir y cómo aprovecharlo al máximo (creo recordar que eran 120 caracteres), se abusaba de los puntos suspensivos y los emoticonos casi no existían. Era el principio de una era de la comunicación inmediata, escrita y de impulso controlado. Y bueno,  sí era cierto que en un principio algunos no llegaban, pero sólo ocurrió en un principio, luego sólo sirvió de excusa. Pues bien, a ese tipo de mensajes o no te contestaban nunca y hasta ahí dejabas que tu dignidad menguara, o bien podía seguirle un segundo SMS -y un segundo intento-  si aun te quedaban ganas de acabar con la poca dignidad que te quedara.

Ahora no, ahora revisamos Whatsapp, e-mail, mensaje privado en Facebook, mensaje privado en Twitter, pseodomenciones en cualquier medio que puedas revisar, etc. Y así vas alternando una y otra vez, una y otra vez, en bucle, esperando también esa comunicación atrincherada en alguna sucursal infernal del ciberespacio. Pero probablemente te pienses más que antes mandar ese mensaje de “¡Eo, estoy aquí!”, bien sea porque ya no estamos para esas cosas o porque la excusa de que el mensaje está secuestrado ya no es válida. Aun así, te sigues martirizando y preguntándo porqué puso tanto interés si luego no ha dado ningún tipo de señal.

Y es cuando nos preguntamos  ¿mentira piadosa? ¿pura educación? ¿me inventé yo su interés? ¿me estoy volviendo loca? Porque claro, también está la relación que existe entre las palabras y los actos, o lo que es lo mismo, si las palabras, sean escritas o no, sirven para conocer a una persona. Antonie de Saint-Exupéry, en “El Principito” nos pone en la tesitura de qué necesitamos saber de una persona para conocerlo y sobre el arte de preguntar (porque si te preguntan es porque tienen interés, ¿verdad?):

 «Había hecho entonces una gran demostración de su descubrimiento en un Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le había creído a causa de su vestimenta. Los adultos son así. (…) Cuando uno les habla de un nuevo amigo, nunca preguntan sobre lo esencial. Nunca te dicen: «Cómo es el sonido de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?» Te preguntan: «Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?» Sólo entonces creen conocerlo.»

Es cierto que casi siempre nos precipitamos y los primeros en mentirnos somos nosotros mismos, pero al igual que el Principito, estoy segura de que hay algunas preguntas mágicas que nos servirían y una buena forma de empezar sería: “¿tú también escuchas esas voces?” así descartaríamos a unos cuantos y por otro lado decir: “¡Déjame que pague yo!”, la reacción a esta afirmación también será de lo más reveladora.

Bromas aparte, una persona es todo eso y más, palabras, gestos, miradas, actos, tono de voz, pero también su peso, en qué familia se crió y saber si se muerde las uñas. Aunque lo mejor para conocernos es compartir un vino, charlar y observarte también a ti mismo, pues si estás a gusto, aunque sea mentira, te habrá merecido la pena, además de que habrá que esperar a que la ocasión sea más propicia para ese intercambio de mensajes mientras los piquetes existan sólo en las miradas.

Showroom de vidas privadas

No sé si sabréis que la palabra del año 2013 fue la palabra selfie, palabra que designa en inglés lo que todos conocemos como autofoto. Sin embargo, el término parece estar perdiendo fuerza ante la nueva tendencia: shelfies; otra palabra que designa algo para mostrar en una foto, en esta ocasión lo que se muestra es la colección de libros que guardas en tus estanterías (shelfs – estanterías). Pues bien, dispuesta a probar cuantos likes obtiene el nuevo hashtag me he puesto a la tarea y, móvil en mano, he sacado la foto del momento y de mis últimas adquisiciones –son las que tengo más a mano- ¿y sabéis qué? que me ha dado mucho más pudor subir esa foto a Instagram que cualquier selfie más o menos descarado, así que he abandonado la misión.
Desde entonces no dejo de preguntarme hasta qué punto somos lo que mostramos y hasta qué punto la necesidad –tan creciente actualmente- de reconocimiento social deja al descubierto nuestra intimidad.
Una sociedad insaciable, donde todo es perecedero y sustituible, no puede exigirse poco a sí misma, por lo tanto, el reconocimiento social es requisito sine qua non para poder ser un “producto” en alza y digno de ser adquirido; la competencia de egos se hace visible, de nuevo, en cualquier red social. Parece que nos hayamos convertido en una sociedad aniñada, donde, como cuando éramos niños, necesitábamos la aprobación constante para ver cuál era el siguiente paso a dar. Aunque si lo pensamos bien es algo que, de ser real todo lo que mostramos, sería algo fantástico y digno, desde luego, de mostrar: una sociedad que lee (frases célebres por todas partes y reflexiones trascendentales) una sociedad al día en actualidad política, social y económica (noticias de diarios con sus consabidos comentarios “críticos y bien” razonados) una sociedad que hace demostraciones públicas de amor (de la pareja de hace 10 años o de la de hace un mes), denuncias de todo tipo donde mostrar nuestro lado más humano (da igual que sean gatos metidos en vasos de cristal de por vida o que se trate de salvar el Amazonas). El problema es que no es real. Pues además de que detrás de estas demostraciones se encierra una necesidad imperante de reconocimiento y de un gran número de likes, cuantos más mejor, lo que también oculta es un gran desconocimiento y una sociedad de la “no reflexión”.
Hace unos días me contaban que Kindle tiene una herramienta de subrayado que puede ser compartida con los usuarios del libro en cuestión y que facilita el poder identificar la parte más importante de la obra por tener más coincidencias de subrayado. Es decir, que con una simple ojeada a estas partes podré saber perfectamente qué cuenta el libro o qué quiere decir su autor en sus páginas. Las nuevas tecnologías, al parecer, nos ayudan a esforzarnos menos en ser y a facilitarnos el parecer. ¿Sabéis qué hacen también las nuevas tecnologías? Crear éxitos musicales, sí, como lo leéis. Por ejemplo, el conocidísimo Waka-Waka de Shakira sigue un patrón de éxito asegurado para nuestras sociedades occidentales: una introducción, estrofa, estribillo, estrofa, estribillo, interludio con crescendo y estribillo. Además de una letra con lenguaje coloquial y pegadiza. Ese patrón lo sacó un ordenador basándose en los mayores éxitos de las últimas décadas y todos siguen este mismo, variando en contadas ocasiones el tempo. El porqué de esto es porque son canciones fáciles y lo fácil no hace pensar a nadie ni profundizar en nada más, sin embargo, si compartes el último éxito de la lista Billboard, probablemente muy Waka-Waka, en tu TimeLine o Muro estás demostrando que estás al día en música sin saber que eres un ciudadano más al que un ordenador pudo predecir el gusto por la canción del verano. Hasta aquí lo que uno muestra, y lo que los demás perciben (unos con más conocimiento que otros). Pero seguramente que esa misma persona no va a compartir con la misma facilidad su canción favorita ni jamás dirá que hace “lecturas en diagonal” o con la nueva herramienta Kindle (que no es nueva, lleva en el mercado al menos dos años, pero para mí sí lo es pues no soy usuaria de e-books).
Por supuesto, también estará quien nunca enseñe sus estanterías ni comparta sus listas de reproducción, pues más allá de demostrar –sólo- deficiencias sería como abrir nuestras almas o nuestros diarios. Nuestras mayores pasiones, nuestros mayores miedos y por lo tanto, nuestro “yo íntimo” nunca serán expuestos, pues además de ser impopulares podrían dejar al descubierto cualquier debilidad. Pues en realidad, ni lo que mostramos es todo lo que somos, ni lo que ocultamos es lo verdadero, sino que somos ambas cosas simultáneamente.
Ser y parecer son en realidad la misma cosa, pues hasta lo que nos procuramos en mostrar y lo que queremos proyectar en los demás, forma parte de nuestra realidad, de nuestro yo, sea verdadero o no, pues la versión que me quieras dar de ti será la que yo tenga, y así, para mí, no habrá más “tús” que el que me dejes conocer. En un futuro no muy lejano, esta tendencia, intuyo, no se reducirá sino que irá en aumento, pues además, lo que se busca con más fuerza cada vez es el poder influir en los demás, el reconocimiento de un hecho, un acto o una palabra, lleva una directa reacción en cadena de réplica e imitación, que si no es cuidada y medida provocará un desarrollo cultural en masa, en bloque, peligrosamente irreflexivo: para la mayoría es más fácil entrar a una habitación con muebles de Ikea que a una habitación llena de instrucciones de muebles de Ikea. Algunos, aún, preferimos la segunda, incluso aprender el oficio de carpintero.
Al margen: siempre hablo de nuestro medio más cotidiano que es Internet, pero este afán de Showroom de vidas y necesidad de reconocimiento no es sólo en este ámbito: laboral por ejemplo cuando en oficinas se celebran acuerdos a bombo y platillo (literalmente) y se saca al héroe de la mañana a que diga unas palabras de ánimo a sus compañeros y agradecimiento a sus jefes, escolares donde desde muy pequeños la competencia y la rivalidad es cada vez más prematura. Pero en estos casos el reconocimiento es necesario para seguir creciendo y tener éxitos, por lo tanto es necesario mostrar el hecho. La vida privada no tendría que ser motivo de éxitos ni fracasos populares.

Internet te ayuda

Si tuviera que daros algún dato sobre mis costumbres o rarezas, podría hablaros ahora mismo de dos en concreto: mi obsesión con no tener las puertas de los armarios abiertas y la gran expectación que me causa mirar a través de ventanas ajenas. La primera sólo sería válida para quien en el futuro conviva conmigo, dato importante para evitar una absurda discusión. Punto. Y la segunda, sin ser ningún tipo de aberración sexual, es una de las mayores confesiones que os puedo hacer.
Dicen que en gravedad 0 y sin ningún punto de referencia, nunca sabes si estás boca arriba o boca abajo, y lo peor de todo es que no sabes ni tan siquiera con respecto a qué deberías de estarlo. Así es como me siento yo cuando miro a través de las ventanas de los extraños: no hay manera de saber cómo juzgar porque directamente no sabes el qué juzgar, sólo observo. No importa que sean habitaciones vacías o con gente, en silencio o en la que sólo ves una luz y escuchas una música. Puedes imaginarlo todo, pero con un curioso dato: siempre, de lo que partes para imaginar es la realidad tal y como la percibes, no cómo te la quieren mostrar, pues son ajenos al escrutinio de los ojos curiosos. De este modo, no hay condicionados ni condicionantes. Yo como espectadora soy «tabula rasa«, los otros simplemente ejecutan actos cotidianos.
Si sigo con el tema de las nuevas tecnologías de las que tanto os hablo, la información de la que nos nutre la red no es más -ni menos- que la que el sujeto que la emite nos quiere dar. Es decir, es simplemente la «puesta en escena» de su propia realidad. Hará alusión a su magnífico o pésimo día, nos dirá si ama u odia a la humanidad, dará lecciones cívicas y políticas, criticará o expondrá su apoyo a una nueva ley. De cualquier modo nos va a hablar de una realidad incompleta, pero es y será siempre la que ese sujeto quiere transmitir; se convierte por lo tanto en la única realidad existente para el que recibe dicha información. Esta realidad será potencialmente contrastable, pero el receptor de dicha información no va a procurarse tal misión, al menos en la mayoría de los casos, pues en principio, cualquier predicado proveniente de un sujeto-amigo, no tiene porqué ser falso. Así pues, existe una única realidad: la que es dada y aceptada a un mismo tiempo. ¿Pero que ocurre cuando la información viene de un sujeto-no-amigo? Pues lo primero que ocurre es que una alarma resuena en el sentir del receptor: “¡error de compatibilidad!”. Los motivos son variados, puede ser porque se dé una información contraria a sus propias ideas, que provoque una sensación de engaño y se rechaza directamente, que indigne por creerlo premeditadamente falso, que parezca ridículo e indigno de prestarle atención. Sea el motivo que sea, esto ocurre porque no partimos de ninguna “gravedad 0” que nos distancie tanto como para ser plenamente objetivos, sino que partimos de nuestra propia concepción del mundo a través del cual juzgamos y que a su vez se convierte en nuestras propias unidades de medida, unidades de medida que nos sirven para pensar (¿o es todo lo contrario?).
Algo parecido a esto nos ocurre siempre que somos receptores de cualquier tipo de información y por cualquier tipo de medio. Ampliemos el ejemplo a noticiarios, prensa, cine, revistas científicas, todo lo que se transmite como conocimiento. Nótese que para agravar el asunto, nos damos por satisfechos con leer únicamente los titulares y hasta tweets de 140 caracteres como máximo.
Sigamos. Si de un lado el relato se transmite y representa condicionado a lo que se quiere exponer y de otro, dicho relato, se interpreta condicionado a la propia experiencia, obtenemos una clara distorsión de la historia real. Relato (story; concepto entendido como transmisión escrita u oral de los hechos no libre de juicios de valor) e historia (history; entendida como procedimiento de sucesión de acontecimientos objetivamente demostrables) divergen irremediablemente. Dicho de otro modo: un hecho particular será más o menos reconocible o aceptable según el grado de afinidad que se tenga con el mismo, lo cual es igualmente válido para el que expone “su forma de ver la realidad” y de tal modo la representa –sea por interés o convicción- como para el que la recibe y a su manera la interpreta.
Podríamos decir que al ser humano contemporáneo y su actual situación global que tanto dependen de la acumulación de información (tenida en cuenta como conocimiento de materias sociales, humanistas, científicas, culturales, tecnológicas, etc.) le es inherente a su condición una perversión de la compresión nada favorable, pues esta unida al esfuerzo –para algunos mayor que para otros, e incluso placentero para, desgraciadamente, pocos- que supone proveerse de la nombrada información y no lleva a cabo, lo relega casi a un autoadoctrinamiento, una violencia contra sí mismo de la que no es consciente: es un ser resignado a confiar ciegamente en lo que conoce y rechaza lo que desconoce.  Así pues, se aparta a sí mismo de la historia y de la posibilidad que el conocimiento le otorgaría de reconciliarse, cuando menos, con la misma realidad que impera, se esté conforme o no con ella.
Nuestro futuro está en recabar y asimilar información, existen los medios para ello y están a nuestra disposición. No aplacemos más lo que nos hará libres. Libertad y conocimiento son nuestros mejores aliados, la educación en estos dos conceptos y tenerlos como pilares básicos es algo sobre lo que profundizaré un poco más en algún próximo post, hasta entonces, seguiré pensando y repensando nuestra historia para relatarla como una moda.
Nota referencial: al respecto, y sobre la influencia de las ideologías, tiene mi profesor de Ciencia Política,  Manuel Arias Maldonado un brillante artículo titulado «Guerra de trincheras: I, II y III» y que os ilustrará infinitamente mejor y de una manera más bella y sabia.