El pasado verano vino a visitarnos a la que era mi oficina un famoso coach español; una jornada de coaching e inteligencia emocional nos esperaba por delante. La mayoría de nosotros desconocíamos de qué se trataba exactamente, pero a los pocos minutos nos quedó bastante claro. Un señor de mediana edad vino a decirnos que nos merecíamos una vida mejor y que sólo dependía de nosotros poder lograrlo, e iba mucho más allá: ya teníamos las herramientas a nuestra disposición y no éramos conscientes. Nos habló del Big-Bang, nos habló del poder de la mente, nos habló de lo que es importante y lo que no, y nos dio las claves absolutas para la felicidad. Desde luego, en esas cuatro horas, todos lo fuimos: fuimos felices, todos reímos, algunos lloramos y aproximadamente hasta las dos horas después de dejarnos seguíamos creyendo que todo lo que quisiéramos lo íbamos a lograr. ¡Dos horas a los más optimistas! A mí me bastó escucharlo hablar sobre los tipos de personas que hay -y que él clasifica en cuatro- y cómo afrontar el modo de relacionarnos con cada una de ellas. Conocía perfectamente a las personas y sabía qué público le estaba escuchando, era un maestro del marketing y el “brand-yourself”, él estaba vendiendo el producto más adecuado para el público que le escuchaba, para sus compradores. Y lo consiguió: todo el mundo lo compró. Lo curioso es que el producto no era nada más –y nada menos- que esperanza y el medio un monólogo parecido a los de la Paramount con ínfulas de TED. En definitiva, un discurso que funciona porque el oyente lo necesita. Este señor, cuyo nombre es mejor que siga en el anonimato, se gana la vida vendiendo esperanza, y aunque a mí no me convenzan estas prácticas ni estas modas de autoayuda, comprendo que funcionen y que haya quien se valga de ello para prosperar en su carrera empresarial. ¡No seré yo quien le ponga puertas al campo ni barreras al mar!
Efectivamente, este señor se gana la vida así, honradamente, aunque a alguno le pueda parecer que pienso de otra manera y le despiste mi relato, pienso efectivamente que honradamente es. El problema llega cuando esta técnica de coaching se lleva a cabo desde palestras más altas y sus oyentes no son sólo cincuenta empleados, sino que se hace desde todos los medios de comunicación y se dirige a todo un país. Y este es el caso del señor Pablo Iglesias, otro experto del marketing, el “brand-yourself” y lo que alguno llamará la estrategia política. Y este mérito, junto al de no insultar directamente y el uso de una diplomacia estética muy cuidada hay que reconocérselos. “Cantos de sirenas” es como se han referido a sus discursos en muchos medios, y no sin motivo, pues parece haber encantado a las masas con sus palabras emocionantes y emocionales; pero yo prefiero seguir viéndolo, más que como un mago o hechicero, como el perfecto mercader de nuestra era: conoce a su comprador y sabe que su comprador no sabe nada de política y mucho de sufrimiento propio y ajeno.
Como ya comenté en otra ocasión y refiriéndome a una obra de Vicente Verdú, el siglo XXI se ha caracterizado -tras un proceso de adaptación del capitalismo de consumo al capitalismo de ficción- por un auge desmesurado de las emociones en todo ámbito político, económico y social; así pues, el consumo per se dejó de estar bien visto para convertirse en un consumo con ética y moral: si vas a comprarte un labial es mejor que en su etiquetado ponga que no ha sido producto de experimentación con animales, que el usuario de una American Express confíe en que del uso de su tarjeta se donarán tres centavos por compra a niños con hambre. Y esto es “Podemos”, un producto político que asegura no serlo porque es más moral y ético que los existentes, o al menos, así se vende. Consciente de la necesidad de cambio, del descontento social, y del desconocimiento real de las causas, se ha hecho con un nicho de mercado político. Lo dicho, un perfecto comerciante.
Todo esto me recuerda mucho a la película “El candidato”,película de Michael Ritchie y guión de Jeremy Larner; película de apasionantes diálogos en la que se cuenta la historia de cómo un idealista y joven abogado, Robert Redford, se adentra en el mundo de la política haciendo uso de elegancia lingüística, de sus buenos deseos y proyectos para el oyente gran público y diciendo sin ningún tipo de pudor todo lo que piensa, pues sabe con toda seguridad que no va a ganar. La película también muestra, con buena forma didáctica, cómo la campaña se centra en conseguir votos y en cómo saber qué es lo que necesita cada votante para que su partido sea el elegido. En el filme, como aquí, el candidato salió finalmente elegido y una vez en esa situación, Redford, en la escena final pregunta a su equipo: “Y ahora, ¿qué hacemos?”