Te digo la verdad si te digo que te estoy mintiendo

Que todos mentimos es una de las grandes verdades de nuestra existencia; es más, es una verdad que se hace más verdad al aseverar también con el mismo convencimiento que todos nos hemos jactado en alguna ocasión que somos paladines de la verdad y que “siempre vamos con la verdad por delante”. ¿O me equivoco mucho?Mentir se ha hecho un ejercicio, y hay quien lo práctica como hobby y hay quien ya lo practica casi profesionalmente, pero sea como sea, y aunque con diferentes matices, todos somos embusteros. La mentira, si se piensa bien, es una herramienta evolutiva, pues en muchas ocasiones es sólo a través de ella que logramos ciertas conquistas y sólo a través de ellas se apaciguan muchas almas. También es la mentira una herramienta de evasión, por ejemplo, cuando se usa para ocultar taras propias; nadie te las recordará si las desconocen y tú puedes vivir durante un tiempo sin estar pendiente de ellas. Y por supuesto, están las mentiras piadosas, entre amigos y familiares, las mentiras usadas para no discutir o incluso las mentiras para complacer. En definitiva, mentimos en muchas ocasiones y por muy diferentes motivos.

 

Una mentira muy típica, como típico es comentarlo, es el consabido “a ver si te llamo esta semana y nos tomamos algo”, pero al fin y al cabo, esta, es una mentira casi institucionalizada y aceptada como tal: nadie espera llamar ni ser llamado para tomarse nada. La diferencia está, en la mayoría de los casos, cuando ese tipo de propuestas o invitaciones vienen de una persona que nos interesa y que para ti ha mostrado interés. Recuerdo cuando antes sólo revisabas la bandeja de entrada de SMS una y otra vez, una y otra vez, con una total preocupación –y casi convicción- por si el tan ansiado SMS estaba perdido en alguna órbita o dimensión desconocida o había una especie de piquete ciberespacial que le impedía su misión. Por entonces, con tal tesis apoyando tu iniciativa, enviabas un mensaje: “Hola, no sé si habrás escrito, pero como dijiste que lo harías para quedar…y no he recibido nada. Pues eso, ¿qué tal te va?”  Como apunta Xisela López en “Volverán las naranjas”, un libro que cuenta una historia de amor a través de la lectura de los SMS de un móvil perdido y encontrado después de un tiempo, los SMS eran muchísimo más pensados que cualquier mensaje actual. Antes, el primer medio de comunicación instantánea que nos brindaba cierta seguridad y protección por el hecho de no estar cara a cara y no precisar una respuesta irreflexiva por reacción a una sorpresa, el llamado SMS, costaba dinero y había que pensar muy bien qué decir y cómo aprovecharlo al máximo (creo recordar que eran 120 caracteres), se abusaba de los puntos suspensivos y los emoticonos casi no existían. Era el principio de una era de la comunicación inmediata, escrita y de impulso controlado. Y bueno,  sí era cierto que en un principio algunos no llegaban, pero sólo ocurrió en un principio, luego sólo sirvió de excusa. Pues bien, a ese tipo de mensajes o no te contestaban nunca y hasta ahí dejabas que tu dignidad menguara, o bien podía seguirle un segundo SMS -y un segundo intento-  si aun te quedaban ganas de acabar con la poca dignidad que te quedara.

Ahora no, ahora revisamos Whatsapp, e-mail, mensaje privado en Facebook, mensaje privado en Twitter, pseodomenciones en cualquier medio que puedas revisar, etc. Y así vas alternando una y otra vez, una y otra vez, en bucle, esperando también esa comunicación atrincherada en alguna sucursal infernal del ciberespacio. Pero probablemente te pienses más que antes mandar ese mensaje de “¡Eo, estoy aquí!”, bien sea porque ya no estamos para esas cosas o porque la excusa de que el mensaje está secuestrado ya no es válida. Aun así, te sigues martirizando y preguntándo porqué puso tanto interés si luego no ha dado ningún tipo de señal.

Y es cuando nos preguntamos  ¿mentira piadosa? ¿pura educación? ¿me inventé yo su interés? ¿me estoy volviendo loca? Porque claro, también está la relación que existe entre las palabras y los actos, o lo que es lo mismo, si las palabras, sean escritas o no, sirven para conocer a una persona. Antonie de Saint-Exupéry, en “El Principito” nos pone en la tesitura de qué necesitamos saber de una persona para conocerlo y sobre el arte de preguntar (porque si te preguntan es porque tienen interés, ¿verdad?):

 «Había hecho entonces una gran demostración de su descubrimiento en un Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le había creído a causa de su vestimenta. Los adultos son así. (…) Cuando uno les habla de un nuevo amigo, nunca preguntan sobre lo esencial. Nunca te dicen: «Cómo es el sonido de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?» Te preguntan: «Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?» Sólo entonces creen conocerlo.»

Es cierto que casi siempre nos precipitamos y los primeros en mentirnos somos nosotros mismos, pero al igual que el Principito, estoy segura de que hay algunas preguntas mágicas que nos servirían y una buena forma de empezar sería: “¿tú también escuchas esas voces?” así descartaríamos a unos cuantos y por otro lado decir: “¡Déjame que pague yo!”, la reacción a esta afirmación también será de lo más reveladora.

Bromas aparte, una persona es todo eso y más, palabras, gestos, miradas, actos, tono de voz, pero también su peso, en qué familia se crió y saber si se muerde las uñas. Aunque lo mejor para conocernos es compartir un vino, charlar y observarte también a ti mismo, pues si estás a gusto, aunque sea mentira, te habrá merecido la pena, además de que habrá que esperar a que la ocasión sea más propicia para ese intercambio de mensajes mientras los piquetes existan sólo en las miradas.