Aquí nadie arriesga y nadie pierde: del personismo al "comodismo"

Los días de vacaciones prestan a todo ser humano la oportunidad de rendirse al dolce far niente, o literalmente hablando, rendirse al placer de no hacer nada. Niente – Nada, algo que para mí se presenta impensable si lo tomamos al pie de la letra, repito: a no hacer absolutamente nada. Este placer -de ser posible- es, como todos, momentáneo, además de ser el único “placer” que no incluye un fin en sí mismo, sin embargo siempre te lleva al mismo lugar: ¡no aguanto más sin hacer nada!, ¡no puedo más conmigo misma (o mismo)! Un “placer” complicado y muy poco cool, al que muchos más que menos abrazan cual religión. Un “placer” al que realmente no se le puede llamar placer.
A lo que llaman en Italia dolce far niente es a la holgazanería refinada, holgazanería a la que esta enferma autocompasión del  “estoy siempre ocupado” que tanto yo como muchos llevamos de mochila, la deja sin tregua. Por eso viene bien un poco de no hacer nada, aunque a fin de cuentas, se quede sólo en el intento. Y digo en el intento porque es realmente complicado no hacer nada, como poco piensas, y eso en sí ya es hacer algo. Aunque esto, como decía antes, es tomarlo tan literalmente que es per se imposible. El dolce far niente al que me refiero es al placer de no tener que mirar el reloj mientras lees, pasas el tiempo con amigos, escuchas música, vas al cine (y lo que surja) o haces deporte. Al placer de dedicarte tiempo a ti mismo, a lo inesperado y al descanso merecido. La recompensa entonces en obvia y la finalidad de este placer se hace presente.

En mi última entrada hablaba de los besos, pero sobre todo hablaba de querer lo que no tenemos, lo que nos falta. A un amigo, en esa entrada, lo que le faltó fue emoción, pues para él los besos son eso: emociones. Le contesté que para hablar del beso en ese plano mi post tendría que haber versado un poco más sobre sexualidad, pero compruebo que mi respuesta estuvo equivocada y su apunte de lo más acertado. Placer, emoción, recompensa, reconocimiento, de nuevo placer, de nuevo emoción, admiración, unos 5Kb de seguidores o followers, de nuevo más placer y de nuevo más emoción. ¿Quién no persigue hoy en día el placer? O mejor aun: ¿quién no persigue provocar tanto interés como para generar emoción y recoger el placer que eso produce como beneficio? En estos días de mi propio dolce far niente he terminado el libro Tú y yo, objetos de lujo. El personismo:la primera revolución cultural del siglo XXI1  de Vicente Verdú, este libro es de 2005 y creo, es sólo mi impresión, que aunque el autor acierta contundentemente en toda su presentación sobre nuestra sociedad de “capitalismo de ficción” se olvida de algo, o puede que no se olvidara para ese 2005 pero sí lo echo en falta en este 2014.

Vicente Verdú distingue entre capitalismo de consumo y capitalismo de ficción, el primero, previo al segundo, es un sistema donde el consumidor, que  originariamente encontraba en el objeto de consumo una herramienta para facilitar el trabajo y sus labores, encuentra con posterioridad en el mismo una satisfacción exhibicionista por una obsesiva costumbre del sobreabastecimiento de lo inútil y material, de ahí que el leimotiv de este capitalismo sea consumir cuanto más mejor y su slogan pudiera ser algo parecido a  “Ten el coche más caro de tu vecindario”. El segundo, el capitalismo de ficción, lo adjetiva y describe de una manera mucho menos censurable. Aquí, el consumidor harto de recolectar banalidad y ser engañado por todos, desde los publicistas hasta el gobierno, se ha preocupado por saber qué compra, qué hotel elegir, dónde tendrá la mejor atención personalizada y cuál va a ser la mejor delicatessen para cenar esa noche. Este consumidor es un consumidor informado a través de la experiencia de otros consumidores, por ejemplo en foros de Internet, la persona que transmite su satisfacción o disgusto es más merecedora de ser creída que cualquier otro medio y el tendero, cual persona de confianza, viene a ser el mejor “recomendador”. Esto es así, explica, porque la influencia de la liberalización de la mujer ha hecho que la sociedad en su totalidad se feminice, todo se haga de forma más personal y la necesidad de encontrar o transmitir emoción en cualquier mercado sea el nuevo leimotiv del actual consumismo, un “cuanto mejor, mejor”,  y un slogan tal que «Mi coche es parte de mi; siempre y cuando a mí me lo parezca. Freedom«. A todo esto añade dos características importantes en cada tipo de consumidor: mientras que el consumidor del capitalismo de consumo es individualista, el del capitalismo de ficción es personista y la diferenciación entre ambos es el eje de su libro. El individuo busca su propia identidad por encima de lo colectivo, “la individualidad consiste en que nos ofrece tanta identidad como para hacerla un fastidio del que desearíamos desprendernos para ser de verdad libres”2 , algo que confundimos con la autenticidad y algo que nos ancla en lo estático, algo obsoleto dada la comprobada exigencia de reinvención de uno mismo para la supervivencia con la crisis de la modernidad. En contra, la persona, cree fielmente en que “nuestra vida desmerece si no se comparte o se conecta3 , la preocupación por los demás sujetos se hace palpable en ella y la vida deja de ser auténtica cuando nos preocupamos más en saber de las cosas que en el sabor de las mismas (muy románticos todos). Dicho esto, el autor envuelve este nuevo consumismo en halo de espiritualidad casi mística, presupone que el consumidor actual, ligado más a la emoción, no consume tanto con avidez como con deseo de placer, deseo de deleite, por ello ha abandonado la costumbre de leer prospectos y características de motores y se ha hecho fan de placebos con sabor a fresa o coches que prometen darte los buenos días, las buenas noches y un “¡qué aproveche!” si aparcas frente a un restaurante. Y no digo que no tenga razón, de hecho estoy plenamente de acuerdo con él, no obstante, como os decía, se olvida de algo: el riesgo.
El sexo racional ha sido siempre el del hombre y el emocional el de la mujer; de acuerdo. ¿Pero a cuál de los dos le corresponde la característica de tomar precaución o la de arriesgar? Si atendemos a las dos características principales, el hombre será más cauteloso y la mujer más impulsiva, podría decirse que donde el hombre se paraliza la mujer tiene más coraje. Entonces, ¿está nuestra sociedad tan feminizada como asegura Verdú o acaso la cautela masculina sigue presente? Como consumidores serviles hemos aprendido a pensar bajo las premisas de relación calidad-precio y la de coste-beneficio. Por supuesto, unos más que otros y no siempre en todos los aspectos de la vida, estos dos baremos mercantiles juegan un papel principal en nuestra forma de actuar, pues como consumidores, hemos aprendido a relacionarnos con los demás sin tener que arriesgar demasiado. El placer y la emoción con los que nos movemos son cada vez más parecidos al objeto del que se hacía recolector el consumidor del capitalismo de consumo, una emoción que ya no contempla a su anticristo: el dolor o el desengaño, una emoción que lejos de ser romántica es más práctica que nunca, una emoción que nos hace libres sin libertad auténtica. No es nuestra libertad, esa de la que ahora presumimos, más que un límite que no nos deja avanzar por el miedo al riesgo –sea real o no-  contemplado, una especie de libertad mal entendida, una libertad en la que la responsabilidad ha sido completamente abolida porque lo que se arriesga es sólo lo superfluo –al menos antes arriesgabas tu economía-, y lo superfluo, aunque sea lo que ahora nos mueve, no entraña responsabilidad alguna,  una libertad donde la comodidad se ha instalado y donde pierde su auténtico significado. Un dolce far niente imperecedero que embelesa, embriaga, y da placer, pero que nos niega la verdadera emoción de correr el riesgo y acertar, nos niega ser libres porque no tenemos que ser consecuentes y responsables, y nos niega cosas muy diferentes a la felicidad.
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1. Verdú, Vicente; Tú y yo objetos de lujo. El personismo: la primera revolución cultural del siglo XXI, 2005, Barcelona. 2ª ed. Debolsillo, junio 2011.
 2. Ibidem, p. 138
 3. Ibidem, p. 135

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