La procrastinación está de moda.

Espacio y tiempo son dimensiones que, sin entrar en la teoría cuántica, son perfectamente identificables para todos. Eso sí, con la desgracia de que la educación recibida en la primera sea superior a la segunda.
En todas las culturas, con sus diferentes características sociales y de conducta, la mayoría de las personas saben cuál es, por ejemplo, la distancia a la que se debe hablar a un desconocido, si se puede llegar o no a tocar a tu interlocutor por mucho que lo desees (sí, esas cosas del deseo…), respetar el espacio ajeno –o no, si estás en China– al cruzar un paso de peatones, etc. Sin embargo, la educación en el tiempo no supera el nivel de reloj y calendario de forma aritmética.
Quizá lo que sugiero debiera pertenecer a una asignatura de antropología, cosa que es de por sí casi inexistente en nuestros sistemas, pero una materia o asignatura pendiente podría ser la de «Educación en el tiempo».

 

La procrastinación o actitud de eludir la realización de lo relevante para ocuparse de lo que no lo es, pues resulta para el sujeto menos incómodo o sencillamente más agradable, es posiblemente uno de los peores males de nuestra sociedad. La fundamentación científica de esto es que el que se siente poseído por ella lo hace por miedo a afrontar lo que, a su entender, es más dificultoso o menos placentero. Y así nos va. Y así, también, se nos va el tiempo.
Te sientas en tu mesa de trabajo, preparas el “instrumental”, revisas el correo, ojeas las portadas de los periódicos, te asomas al “mundo azul” de las redes sociales para saber sobre tus amigos/enemigos/conocidos/desconocidos/ídolos/modas/cotilleos/inutilidades varias, te levantas a por el café de media mañana (porque, claro, ya es media mañana), vuelves a tu puesto, el café no tiene suficiente azúcar, pero resuelves no moverte más porque tienes que ponerte a la tarea. Tienes que hacer antes un par de llamadas, pues si no las haces no estarás completamente concentrado en tu misión. Ya es la hora del almuerzo, vas a comer y piensas “después de comer lo hago sí o sí”. La tarde transcurre con el mismo ritmo y compás, así que no es hasta las 22.00 cuando ya comprendes que no lo puedes dejar más; ¡manos a la obra! Ha pasado un rato, no tan largo como creías, y lo has terminado. No ha sido tan difícil, incluso, puede que te haya gustado, y además, como poco, te invade una especie de sentimiento de satisfacción, una especie de recompensa. Qué duro ha sido el día, te mereces descansar.
Esta situación se da a diario, no en todos pero sí en muchos; no en todo pero sí en todo lo que cuesta trabajo. Es decir, el teatrillo expositivo del que me he valido podría ser el de cualquier oficinista del que se exige la entrega de un documento en 24 horas. 24 horas que casi ha perdido al completo por no darle verdadera prioridad.  Pero no es únicamente en el ámbito laboral donde se procrastina, sino que se da en todo lo que entraña un esfuerzo. El trabajador del ejemplo se ve conminado a la realización de su encargo, pues cabe la posibilidad de que pierda su empleo si no lo hace. Pero ¿qué ocurre cuando la actividad a realizar no está condicionada a la pérdida de algo como la estabilidad económica o de índole similar?, ¿qué ocurre cuando el esfuerzo a realizar se presume superior que a la satisfacción de la realización de dicha actividad? Pues que la actividad se abandona. Y “¡bah, paso!” es el nuevo punto y final.
¿Dejaríamos de eludir responsabilidades si fuéramos más conscientes sobre el paso del tiempo? Y nuestro ocio, ¿sería diferente del actual? Estoy segura de que sí. El tiempo pasa y no nos damos cuenta de ello hasta que te invade una terrible nada; nada porque nada has hecho. Es algo realmente triste, pero tiene remedio. Lo que no tiene remedio es que esa nada te guste y en nuestro país hay mucho de eso.
Personalmente, hoy por hoy, compagino mis obligaciones con mis pasiones y a ambas parcelas las mimo con esmero; siendo diligente con las primeras puedo imbuirme en  las segundas y eso es felicidad.
¡Sed felices!